El concepto de responsabilidad profesional se ha instalado ya hace tiempo como parte del cúmulo de deberes que pesan sobre el profesional del derecho.
Se vinculan ello con las especiales situaciones que nos circundan y, en especial, el dinamismo que exhibe la sociedad en este primer siglo del tercer milenio, la increíble expansión de la comunicación global y el crecimiento sorprendente de la tecnología, que se conjugan y entremezclan, paradójicamente, con fenómenos generales caracterizados por inestabilidad económica y gran conflictividad social.
Ello crea un contexto particularizado por la existencia de vastos sectores de la población en extremas condiciones de vulnerabilidad, afectados de modo dramático por la pobreza, la desocupación y la desesperanza.
En esta particular situación, debiera pensarse en lo indispensable de la gestión del abogado, en su rol de pacificador social; pero tal vez debiéramos hablar de un ejercicio distinto de la profesión, impregnado de compromiso social y de responsabilidad comunitaria.
No decimos que la abogacía debe dejar de ser una profesión liberal, pero sí que debe abandonarse el concepto de su ejercicio individualista, centrado de modo exclusivo en la defensa de su cliente y del lucro que ello implica, por más legítimo que fuere.
Vale decir que pensamos que, en este conflictivo contexto social, las decisiones del letrado deben contemplar con espíritu amplio y generoso las consecuencias de su estrategia y desistir de ella si resultare contraria al interés general.
Recientemente, el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid ha formulado una declaración sobre este tema: “El abogado, como miembro de una profesión que sirve al interés público de la justicia, tiene obligaciones no sólo frente al cliente, sus compañeros y otros profesionales del derecho, jueces y tribunales, poderes públicos y Colegios de Abogados, sino también frente a la sociedad”.
Ello se vincula hoy, entre otras, con la problemática ligada al medioambiente, toda vez que tanto la defensa de los intereses de la población como los de las grandes empresas potencialmente contaminantes requieren del abogado una visión solidaria que excede la defensa particular del cliente.
El profesor Argandoña ha dicho, en cuanto a la relación del profesional independiente con su empresa cliente, que ella implica una serie de deberes para con la empresa, para con la profesión y para con la sociedad: “La combinación de todas esas obligaciones puede ser difícil, en ocasiones, pero ahí es donde debe manifestarse la integridad y la profesionalidad del agente. Y esto tendrá, como es lógico, numerosas implicaciones. Por ejemplo: no debe dar prioridad a los intereses de la empresa cuando esto lleva consigo actuar contra sus deberes éticos como profesional, sea porque esto le llevaría a perjudicar injustamente a otras personas, a no ser objetivo, sincero o íntegro, o a causar un daño a la sociedad. Esto explica, por ejemplo, que cuando reciba una propuesta de su cliente que considera inapropiada tiene que llamarle la atención sobre los daños causados a otras personas (empleados, consumidores, medio ambiente, comunidad local, sociedad en su conjunto…), sobre la existencia de alternativas que evitarían esos daños o producirían otros beneficios, etc.”.
Con el mismo criterio, el Libro Verde de la Comisión de las Comunidades Europeas define a la responsabilidad social de las empresas como: “Un concepto con arreglo al cual las empresas deciden voluntariamente contribuir al logro de una sociedad mejor y un medio ambiente más limpio. En un momento en el que la Unión Europea intenta determinar sus valores comunes adoptando una Carta de los Derechos Fundamentales, un número creciente de empresas europeas reconoce cada vez más claramente su responsabilidad social y la considera parte de su identidad. Esta responsabilidad se expresa frente a los trabajadores y, en general, frente a todos los interlocutores de la empresa, que pueden a su vez influir en su éxito”.
Este mismo concepto de Responsabilidad Social Empresaria es el que pretendemos adoptar para el ejercicio de la profesión, porque se encuentra ligado a la solidaridad en el quehacer del abogado y a la manda constitucional de garantizar a los habitantes un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y en el que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras (art. 41 de la CN).
Pensamos, así, en un nuevo sentido del ejercicio profesional del abogado que, impregnado de compromiso social y de responsabilidad comunitaria, se vincula de modo inescindible con la defensa del medioambiente.
Tal menester, contrariamente a lo que se podría pensar, no puede tener como motivación una base simplemente voluntarista o filantrópica, sino que proviene de las normas que, desde la Constitución Nacional y la de la provincia de Buenos Aires, y los tratados internacionales hasta las leyes locales, rigen el ejercicio de la profesión.
Veamos:
Luego de la reforma de 1994, quedó claro que el derecho de los habitantes a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y a que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras, constituye una garantía preservada constitucionalmente (art. 41 de la CN).
La norma formó parte de un cortejo de disposiciones de hondo contenido humanista, que impregnó el bloque dogmático de la Carta Magna y que fue de la mano de los tratados internacionales suscriptos por el Estado Nacional al amparo de la manda del artículo 31 de la CN.
El dispositivo comentado no hizo más que recoger la amplia producción jurisprudencial y doctrinaria que había alejado el criterio antropocéntrico que hubo caracterizado a nuestro derecho privado, fruto de las concepciones decimonónicas que inspiraron la gran obra de Vélez Sarsfield (CSJN, Halabi).
Idéntica fue la pauta adoptada por la provincia de Buenos Aires, cuando consagró en su constitución el derecho de todos sus habitantes a gozar de un ambiente sano, y el deber de conservarlo y protegerlo en su provecho y en el de generaciones futuras (art. 28 CPBA).
Como consecuencia de ello, la legislación infraconstitucional dictada con posterioridad se infiltró de tal impronta, en acatamiento a la prohibición de limitar los derechos y garantías reconocidos constitucionalmente (art. 28 CN).
En este carril, la ley 26.994, que sancionó el Código Civil y Comercial, dictó normas de las características de los artículos 14 —que destierra el ejercicio abusivo de los derechos individuales cuando pueda afectar el medioambiente— y 240 —que dispone la compatibilización de los derechos individuales sobre los bienes referidos en los artículos 225 a 239 CCC, con los derechos de incidencia colectiva—.
En el artículo 240 CCC, se añade que el ejercicio de tales derechos individuales debe conformarse a las normas del derecho administrativo nacional y local dictadas en el interés público y no debe afectar el funcionamiento ni la sustentabilidad de los ecosistemas de la flora, la fauna, la biodiversidad, el agua, los valores culturales y el paisaje, en enumeración que no se agota en el artículo.
Sobre la base de tal plataforma normativa, habrá de analizarse la legislación local que rige el ejercicio de la profesión de abogado.
Si bien es cierto que la ley 5.177 no ha sufrido modificaciones luego del dictado de las normas que se acaban de apuntar, estas nos obligan a una relectura de aquellas que nos permita apartarnos del criterio individualista que centraba el menester profesional solamente en la defensa del cliente; caso contrario, estas producirían el inconcebible efecto de desvirtuar las mandas constitucionales. Deben comprenderse forzosamente en el análisis las pautas reglamentarias de la ley 5.177 como son las normas de ética profesional dictadas por el Colegio de la Provincia y que resultan obligatorias para todos los abogados que ejerzan en el territorio provincial.
Siguiendo este razonamiento, el deber primordial del abogado de respetar y hacer respetar la ley (art. 5 de las NE) no puede leerse despojado de las pautas constitucionales y de derecho privado que se terminan de examinar, y que le obligan a acatar, en el quehacer profesional, los límites al ejercicio de los derechos individuales que impone el resguardo de los de incidencia colectiva.
Esta cortapisa a los intereses meramente privados debe ser impuesta, en primer lugar, en el asesoramiento profesional, ya que el contrato de servicios profesionales se encuentra regido por las normas en comentario. Y el consejo técnico, no solamente del letrado, sino del resto de los profesionales que sirven a la empresa, será la primera valla contra la transgresión de los derechos de incidencia colectiva.
Y tampoco la pauta de actuación profesional podría encontrarse divorciada de la norma del artículo 1.710 del CCC, que obliga a “toda persona” no solo a evitar causar un daño injustificado, sino a adoptar, de buena fe y conforme las circunstancias, las medidas razonables para evitar que se produzca un daño o disminuir su magnitud.
Es contrario a la buena fe suponer que el profesional resulta ajeno a las medidas preventivas que está obligado a adoptar cualquier ciudadano para conjurar un daño ambiental, cuando la decisión empresaria que lo provoca ha requerido un previo dictamen legal.
Y con el criterio que venimos propugnando, no es posible excusar una nueva lectura del artículo 6 de las NE cuando prescribe que el abogado no debe: “Permitir ni silenciar las irregularidades en que incurran las personas que ejerzan funciones públicas o cargos privados”; o el artículo 9 NE cuando prohíbe al abogado aconsejar en causa que contraríe disposición literal de la ley.
No estamos abominando de la pauta del artículo 25 NE, que establece que el abogado debe realizar plenamente la gestión y defensa de los intereses de su cliente, pero tal augusta misión no puede serlo con sacrificio de la pauta de ese mismo artículo, cuando al finalizar dispone: “Pero tendrá presente que la misión del abogado debe ser cumplida dentro de los límites de la ley, y que debe obedecer a su conciencia y no a la de su cliente”.
En conclusión: las normas de las constituciones nacional y de la provincia de Buenos Aires han derramado sobre la legislación infraconstitucional las pautas que erigen a la defensa del medioambiente como una garantía de orden público y, por tal, insoslayable e irrenunciable.
No solamente las leyes dictadas con posterioridad a la reforma de la Carta Magna, sino también las existentes a esa fecha, se encuentran embebidas de los nuevos paradigmas protectorios del medioambiente. Esto obliga a interpretarlas no de modo aislado o individualista, sino teniendo en cuenta las disposiciones que surgen de los tratados de derechos humanos y los principios y los valores jurídicos “de modo coherente con todo el ordenamiento”, como lo ordena ahora el artículo 2 del CCC.
Vale decir que la responsabilidad social del abogado por la que venimos bregando, ahora tiene —en relación al medioambiente— pautas expresas de derecho positivo a las que atenerse y que marcan, de modo que no admite doble interpretación, las reglas obligatorias que imponen deberes muy precisos en el quehacer profesional.
Cabe concluir, entonces, que la hora exige un replanteo fundamental del ejercicio de la profesión, para que este se ejerza comprometido con las necesidades de la sociedad mediante una actitud proactiva respecto de los problemas de la comunidad, y alejado del ejercicio individualista de la matrícula profesional.
En otras palabras, pensamos que el tejido social necesita del abogado un protagonismo más ligado con la situación general, no ya meramente con la particular del asunto sometido a su patrocinio, con miras a un ejercicio más eficaz de su tradicional objetivo de defender y consolidar la justicia, la democracia y el estado de derecho.
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